viernes, 8 de julio de 2005

Ella supo desde un primer momento que mezclar los ámbitos podía ser peligroso, pero no se resistió. Una y otra vez se había dejado arrastrar inconscientemente hasta el fondo, en esos encuentros improvisados -suspirando en sobresaltos cada vez que él aparecía- consumiéndose mutua, voraz y desmesuradamente. Cuando todo se terminó, el rastro de sus besos aún no se había enfriado en el cuerpo de ella. Continuar viéndolo era como una angustia tierna, un dolor dulce que ella esperaba padecer estoicamente cada vez. Ahora, cada encuentro era una danza torpe, un intento civilizado -y protocolar- de seguir adelante sin mayores tropiezos. Pero ese segundo, en el que sus cuerpos se rozaban en el saludo, ella volvía a vibrar -su cuerpo aún lo reconocía-. Atrás del Hola llegaba su perfume, a invadirle todos los sentidos, a marearla, a ahogarla -automática e involuntariamente- en un torbellino de sensaciones, junto con el beso en la mejilla, que la encendía entera, y la desnudaba, dejándola en carne viva. Y entonces las miradas se cruzaban, y ella quedaba a la deriva, en sus ojos. Y se estremecía. Sentía la oleada de deseos y pavor galopándole desde los pies hasta la boca. Y el impulso de besarlo, de tocarlo, de tenerlo, de morderlo, de todo, era bestial. Entonces apartaba los ojos y el cuerpo afiebrados. Y se ataba las manos a la espalda. Y se mordía la lengua y las pasiones.

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Casi no puedo respirar hoy             me falta el aire de tu sonrisa