lunes, 20 de junio de 2005

Ella se jactó durante más de 30 años de ser muy afortunada, por muchas cosas que la vida le había brindado, y porque aún nada le había quitado definitivamente.
De todas formas, siempre había sentido que en la noche de navidad faltaban los padres de su padre -que ella nunca conoció-. Era una ausencia que se sentía. Ella había sido nombrada en honor a esa mujer, fuerte, hermosa, sufrida, que dejaba la vida lentamente mientras ella empezaba a vivir la suya. Menos de un mes compartieron el sol y las estrellas. Nunca se conocieron. Su abuela la pudo ver apenas por unas fotos que le tomaron a ella el día que nació. Su única nieta mujer hasta el momento.
La de las navidades era una ausencia que se hacía dolorosa cada vez que se escuchaba Oh Tannenbaum! Ese era el memento de sus abuelos paternos. Eso y el árbol de navidad con velas. Como tradición, ella todos los años prendía una vela por cada uno de los presentes, y una más por los que ya no estaban.
La última navidad fue distinta. Hubo una vela menos en el árbol. Esta vez ya no se pudo jactar de lo generosa que había sido la vida. Esta vez la navidad tuvo un dolor que se hizo agudo, punzante, y húmedo. Mucho más que antes. Ella entendió, en la última navidad, que ya nada iba a ser igual en adelante. Ella entendió que el dolor no se iba a ir, que iba a tener que acostumbrarse, porque no se iba a ir. En año nuevo se escapó. Había llorado tanto esa navidad. No quiso sentir esa ausencia de nuevo, era demasiado. Sabía que nada iba a ser igual, nunca más. Meses después supo que la próxima navidad iba a haber incluso una vela menos en el árbol, y lamentó ese último año nuevo sin compartir. Y supo que cada día del padre, y cada día de la madre, y cada cumpleaños, y cada aniversario ella los iba a extrañar. Y un día cualquiera, haciendo algo que la hiciera recordar, o sencillamente sin hacer nada, ella los iba a extrañar. Y sabía que no podía dejar de jactarse de lo afortunada que era, porque sería injusto. Ella tuvo la oportunidad de amarlos. Quizás no pudo decir todo lo que quería, quizás nunca le hubieran alcanzado los días para compartir con ellos, quizás hubiera querido escuchar un montón de historias más, o un montón de veces más las historias que ya había escuchado. Pero había llegado el momento. Habían llegados los momentos que tanto había temido. Y habían pasado. Y empezaron a llegar esas fechas, en las que antes parecían tantos en la mesa. El útimo día del padre las cosas fueron distintas desde que se sentaron a almorzar. Su sobrinito había decidido que a partir de ese momento él se sentaría en el lugar que había sido de la bisabuela, y le instruyó a su prima que se sentara en el lugar que había sido del bisabuelo. Así fue. Una vez organizada la mesa, los miró a todos y dijo, desde su nuevo lugar, que familia chica que tenemos ahora, y las palabras quedaron suspendidas en el aire. Almorzaron en paz, tratando de acomodarse en la nueva disposición, lo mejor que podían. Era el primer festejo desde que faltaban los dos. Cuándo levantaron las copas para festejar a los tres padres de la mesa -el padre de ella y sus dos hermanos- se escucho la voz entrecortada de su madre diciendo es el primer día del padre que paso sin mi papá, y el aire se volvió a espesar. Y ella supo, otra vez, que el dolor nunca se iba a ir.

Al menos, todavía, no se fue.




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Casi no puedo respirar hoy             me falta el aire de tu sonrisa