domingo, 29 de mayo de 2005

Ella siempre sintió una fascinación especial por la nieve.
Cuando niña, se embelesaba mirando como los copos espesos caían y caían, pintando todo de blanco. Disfrutaba haciendo angelitos, guerras de bolas de nieve o sencillamente, sumergiéndose en el suelo mullido, sintiendo el contraste de la nieve helada contra su cara, hirviendo, henchida en sangre de tanto correr.
Años después, en la locura de su adolescencia -en las agonías de los desamores- improvisaba románticas ofrendas dibujando corazones con su rastro de sangre sobre la nieve*.
La nieve siempre era propicia, sea cuál fuere su estado de ánimo.
El día de la última nevada se había quedado, como cuando niña, contemplando por horas el caer silencioso de la nieve. Una extraña sensación de plenitud le llenaba el alma. Afuera hacía frío. Su respiración se hacía visible en el aire. De pronto se acordó de todo. De cómo el marco blanco había signado toda su vida. Sus alegrías y sus dolores. No se inmutó. Se acordó de cuando se lanzaba de espaldas en la nieve y hacía angelitos moviendo brazos y piernas desaforadamante. Se recostó en la nieve virgen. No sentía el frío. Pensó en hacer un angelito, como hacía antes. Y volvió a pensar. Por qué hacerlo? Por qué no serlo? Y, plácidamente, se durmió.


* N. de R.: Tu rastro de sangre sobre la nieve es el título de uno de los Doce Cuentos Peregrinos de Gabriel García Márquez.

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Casi no puedo respirar hoy             me falta el aire de tu sonrisa